Oda imprevista a Hugo Rivera
(PARTE 1)
Por Ivette Leyva García
Fotos: Cortesía del entrevistado. (*Las imágenes que acompañan este texto poseen, sobre todo, un valor testimonial.)

Hugo Rivera Scott.
En el concepto puro y literal de oda no cabe la entrevista como formato. Se trata de una composición lírica que debe estructurarse en estrofas. No obstante, si nos atenemos a su intención, la de enaltecer aquello que nos resulta excepcional, entonces sí podemos tomarnos la licencia de denominar oda al diálogo sostenido con Hugo Rivera Scott, pintor, grabador y profesor en escuelas de Arquitectura y Diseño en su Chile natal y en Cuba, tierra que entre los años 1979 y 1992 lo acogió como madre y, con amor de hijo, le fue devuelto el gesto.
No existe una intención manifiesta de alabanza en las líneas que siguen. La propia vida de Hugo, la imbatible firmeza de sus ideas aun a costa del exilio; la llamativa necesidad de crear continuamente, desde el arte o el magisterio o la vida misma, la impecable búsqueda de la excelencia en cada obra; la poética de cada acto suyo que hoy nos regala como recuerdos, provocan por sí solas un efecto de admiración profunda, sin necesidad de explícitos encomios.
De Hugo supe preliminarmente mientras entrevistaba a uno de sus devotos alumnos cubanos, Ernesto Niebla, Premio Nacional de Diseño del Libro 2019. Los ejercicios realizados en las clases de Rivera habían marcado profundamente al diseñador, como aquel de leer el poema Oda a la tipografía, de Pablo Neruda, elegir unos versos y tratar de encontrarles una expresión de diseño tipográfico.
La anécdota, sin duda, también impactó a la entrevistadora, quien se propuso llegar a este maestro de honda sensibilidad e intentar conocerlo. Así, durante casi un año, han estado tejiéndose preguntas y respuestas entre Cuba y Chile, han aflorado memorias, se han rescatado imágenes y ha salido a la luz, imprevistamente, una larga historia con visos de oda.

Fragmento del poema Oda a la tipografía, de Pablo Neruda.
―¿En qué circunstancias llega a Cuba? ¿Cuándo? ¿Quién lo recibe?
―Su pregunta acerca de las circunstancias de mi llegada a Cuba me obliga a realizar un pequeño preámbulo.
Salimos de Chile al exilio rumbo a Francia, en noviembre de 1976, había pasado ya un año y nueve meses de mi detención y unos noventa días del consejo de guerra que la Armada hizo rotulándolo a mi nombre: “Ancla 637 contra Hugo Rivera y otros”, condenándome finalmente a tres años y un día de extrañamiento, extraña palabra eufemística para denominar al destierro, que finalmente se prolongó para nosotros 17 años. En el momento de nuestras condenas, los procesados ya teníamos evidencia de que varios de los señalados en el genérico “otros” de la carátula, que en el proceso fueron considerados “no habidos”, estaban desaparecidos. Entre ellos había dos arquitectos, compañeros y amigos de la universidad: Yancton Juantok y Carlos Gajardo, algo que no dejaré nunca de mencionar, porque no hay nada más atroz que la desaparición de personas a manos de agentes del Estado, lo que se fue repitiendo en esos años en todas las dictaduras del cono sur y sigue siendo hoy una herida que permanece abierta.
Afortunadamente, habíamos podido salir juntos como familia con Andrea y nuestro primer hijo de tres años, algo que no era corriente, ya que lo normal para ACNUR (Agencia de la ONU para los Refugiados) era efectuar posteriormente la unificación familiar, cuando el expulsado estaba ya instalado en su lugar de destino. En Francia, las organizaciones de solidaridad nos proporcionaron las condiciones a la llegada, radicándonos finalmente en un barrio popular al sur de París.
Cuando teníamos tres años allí, y estando en ese momento en que ya se ha logrado nivelar el idioma —y, en el caso de mi esposa, retomar además sus estudios de arquitectura—, por diversas causas sentimos una cierta incomodidad que nos llevó a un sentimiento de urgencia por volver, al menos a la Patria Grande.
Comenzamos a buscar dónde, ya que nuestros pasaportes estaban timbrados con la famosa letra L que determinaba que esos documentos eran solo para salir de Chile, y aunque la condena en un sentido temporal estaba cumplida, esa letra era la prohibición de volver a entrar a nuestro país. Estábamos en esa exploración de posibilidades cuando apareció la opción de ir a Cuba y no lo pensamos mucho más.

Hugo en la Calle de La Resistencia, París.
En La Habana hacía un tiempo que vivía una hermana de Andrea con su familia, ellos habían arreglado algunas cosas para nuestra llegada, su esposo fue a recibirnos al aeropuerto José Martí y nos llevó a una gran casa de acogida en Miramar. Allí estuvimos, junto a otras familias latinoamericanas recién llegadas, hasta que el Departamento América del CC-PCC nos asignó una vivienda en Alamar, lugar donde vivimos los catorce años de nuestra estadía cubana.
Ahora no recuerdo el día exacto de nuestra llegada, pero debe haber sido a principios de julio del año 79, el Frente Sandinista triunfaba en Nicaragua, terminando con medio siglo de dictadura de los Somoza y coincidíamos con Carifesta (Festival de Artes del Caribe), que en esa tercera versión correspondía que fuera hecho en Cuba; recuerdo muy bien el identificador circular del evento que nunca supe quién fue su autor, pero curiosamente también tengo muy presente el cartel que Ñico (Antonio Pérez) realizó para el evento sintetizándolo en un fantástico lápiz-trompeta con oreja, la que se abría en su sonido hacia un ojo acompañado de flores como notas muy coloridas.
El carnaval nos impresionó mucho, pero lo que verdaderamente más me impactó, manteniéndome hipnotizado, inmóvil frente a la pantalla del televisor, fue la presencia de Alejo Carpentier dando su conferencia a propósito del evento, la que fue reveladora del Caribe, ese mar que era todavía lejano para mí, a pesar de El reino de este mundo y de los Tientos y diferencias que leímos en los sesenta con tanta fruición. También mi impresión venía por lo inusual que nos resultaba ver, en un horario de tarde, una charla cultural de esa envergadura en la televisión. Para completar el impacto cultural, vimos también por la televisión el acto del 26 de Julio que se celebró en Holguín, una ciudad de la que recién tenía yo noticia, pero que después, por razones de trabajo, me tocó visitar reiteradamente.
Todo ello, comprenderá usted, fue como una recepción caribeña que se nos ofrecía con gran generosidad y que nos marcó muy definidamente.
―¿Qué sortilegios lo conducen a integrar el claustro de profesores del Instituto Superior de Diseño (ISDi)?
―Permítame hacer nuevamente un rodeo a propósito de lo que usted me pregunta, denominando “sortilegio” al hecho de haber estado presente en el Instituto como parte del claustro inicial de profesores.
Debo decirle que considero en cierto modo que la vida ofrece siempre estos “sortilegios” entre todas las situaciones que se nos van presentando, y ellos se relacionan con ciertos encuentros que han tenido una existencia privilegiada en la práctica de la poesía en general. En ese sentido, he tomado siempre esa sentencia mallarmeana, que es por lo demás título y apertura de ese famoso libro de Mallarmé que llega a la página en blanco y que dice: “Un golpe de dados jamás abolirá el azar…”. Debo contarle, a propósito, que esa frase como “máxima” me ha intrigado y conmovido a la vez desde que la comenzáramos a frecuentar con un amigo poeta muy querido, quien lamentablemente falleció a poco tiempo de nuestro retorno a Chile. Con él siempre “jugábamos” con lo que denominábamos el “azar objetivo” y eso se fue transformando en una especie de costumbre, haciéndose presente en diversas circunstancias de casi toda mi vida, la cual usted me impulsa ahora a mirar retrospectivamente en un período de casi tres lustros. Sí, siempre he abrazado ciertos “sortilegios” que como “juego de suertes” se me han ofrecido, los que he abrazado normalmente como oportunidad y con una cierta pasión, sin la cual estimo que no es posible vivir.
En este sentido creo que en Cuba se nos ofrecieron muchos “sortilegios”, y posiblemente muy principal entre ellos fue el primer encuentro que, a poco de haber llegado a La Habana y por mediación de Miria Contreras o La Payita, logré tener con el pintor Mariano Rodríguez. Ella fue la secretaria personal del presidente Allende y era muy cercana a Mariano, pero esa mañana quien me acompañó fue su hermana Mitzi, quien vivía en La Habana.
Mariano, en ese entonces, era el vicepresidente de la Casa de las Américas y nos recibió en uno de los salones del segundo piso del emblemático edificio de 3ra. y G, acompañado de Lesbia Vent Dumois. En esa entrevista hablamos algo de mi trayectoria, mostré algunas fotos de mis pinturas y les expuse varias de mis inquietudes en este nuevo escenario que, como familia, estábamos iniciando, entre las que estaba la consulta por la posibilidad de hacer docencia en arte. Él, con una gran sabiduría, que me gustaría llamar agustiniana, me ofreció inmediatamente trabajo en un taller de serigrafía que la institución estaba impulsando, y dijo, muy categórico, que integrarme a la Casa de las Américas me permitiría resolver todas mis otras inquietudes, las cuales, según dijo, se irían solucionando por la visión y las relaciones que desde allí obtendría, y exactamente fue así como resultó ser, incluyendo lo de la docencia en el ISDi.

Durante 11 años trabajó Hugo Rivera en Casa de las Américas, donde fuera recibido por el pintor Mariano Rodríguez.
Comenzamos a trabajar en el naciente Taller de Serigrafía con Isavel Gimeno, en el último trimestre de ese año en que se habían cumplido los veinte años de la Casa y cuando el grupo colombiano de Prográfica, que había asesorado su instalación e instruido a Isavel, ya había impreso el cartel diseñado por (Alfredo) Rostgaard y (Umberto) Peña, que recientemente he vuelto a ver reproducido en la página 105 del libro Mi profesión a debate de Mirta Muñiz, diseñado por Ernesto Niebla. Lo central de ese cartel es la imagen del edificio Art Decó de la institución, representado como un faro que cubre toda la Isla, la que “batida por olas duras y ornada de espumas blandas”, navega envuelta en una enorme flor que se yergue tras ella, como una colorida y vital protección vegetal.
Por ese mismo tiempo en que iniciábamos nuestro trabajo, se filmaba la película que hizo Víctor Cassaus con Mario García Joya (Mayito), como director de fotografía, en la que Haydée Santamaría invita: “Vamos a caminar por Casa”, dirigiendo la visita por la institución que hasta el momento ocupaba casi exclusivamente ese edificio. Entre las tomas, había una en el patio, con ella rodeada por todo el personal, donde yo, obsesionado por no aparecer en ninguna imagen, me las arreglé para escabullirme, pero lo cierto es que en esa película no se podía pasar por alto el nuevo taller y, finalmente, nos filmaron junto a Isavel, cuando imprimíamos uno de los característicos gallos de Mariano, que fue nuestra primera serigrafía.
Mayito hizo en ese momento una bella foto de Haydée, donde aparece de pie en su despacho, teniendo como única compañía el retrato de Martí que hizo el maestro Abela y que, según recuerdo, era la única decoración de ese recinto. Ahora que lo pienso, creo que nunca entré verdaderamente a ese despacho, pero la pintura la conozco muy bien porque varios años después, para el día de la Cultura Cubana, la reproduje en un formato que corresponde a un cuarto de su superficie original y usando diecisiete colores, o “pasadas” por el tamiz, en una pieza a la que Umberto Peña agregó los textos; fue una especie de gran tarjetón o, si se prefiere, un pequeño cartel que, más allá de la circunstancia de la celebración del 20 de octubre, es una reproducción con una cierta calidad gráfica como para valorarla en sí misma y poder enmarcarla como cuadro.

Imagen de la reproducción serigráfica del Martí de Abela, a la cual hace referencia el autor.
Pero fue durante otra tarea de impresión anterior cuando conocí personalmente a Esteban Ayala. Él había diseñado un cartel para el 25 aniversario de la Casa de las Américas que era “a tres colores” representando a la Casa en la figura simbólica de un puente. De Ayala yo tenía presente su apellido, porque fue quien diseñó una bella revista de Artes Plásticas que el maestro Carlos Hermosilla me trajo de regalo cuando, en marzo de 1962, volvió de su viaje a Cuba, la que obviamente todavía conservo. En esa publicación fue donde me familiaricé con el nombre de algunos artistas cubanos y en ella, en un “rinconcito” del reverso de la tapa posterior, enfrentando una reproducción en blanco y negro de un grabado de Antonia Eiriz, había visto ya su nombre escrito en caja baja, con un cierto aire alemán: “diseño: e. ayala / impresión: ponciano”.
Fue luego de ese trabajo de impresión de su cartel que entablamos amistad, él se había quedado impresionado por el calado de los pequeños caracteres que yo había hecho en la película de Ulano y hablamos algo de tipografía. Entonces me preguntó si me interesaría enseñar en la nueva escuela que debía comenzar a funcionar, por lo que luego de consultar al Departamento de Artes Plásticas si podía hacerlo, acepté. Fue entonces que él recomendó mi nombre a la dirección del Instituto.
Justamente el año pasado en la revista del Aniversario sesenta de la Casa de las Américas (Casa N° 295 de abril-junio), entre muchos otros carteles de su historia, se reprodujo en el reverso de la portada esa pieza que nos hizo encontrarnos con Esteban. Fue ese puente simbólico el que construyó el otro puente real que me llevó a relacionarme con el Instituto, confirmando de ese modo que los dichos de Mariano habían sido premonitorios.

Imagen de portada de la revista Artes Plásticas.
Cuando comenzamos a trabajar en el ISDI, en ese primer ingreso, los alumnos ya estaban diferenciados en cada una de las especialidades, por lo que, cuando concluimos ese primer año, sostuve fuertemente en las reuniones docentes mi punto de vista acerca de lo inconveniente de ese enfoque, que me parecía erróneo; afortunadamente fui escuchado y al año siguiente estaba ya instalado un primer año común “indiferenciado”, de tal modo que todos los nuevos alumnos que iniciaban su estudio tuvieron materias elementales para todo el proceso básico de aprendizaje del diseño fundado en la forma, el color y en otros aspectos desarrollados por la psicología de la percepción, así como de ciertas operaciones provenientes del área matemática, como la simetría por ejemplo, y, por cierto, también con el estudio de la tipografía, así la elección de la especialidad se dejaba para el segundo año.
Esto que comento es la razón por la que algunos de los que fueron de ese primer ingreso al ISDI, cuya sigla se escribía con las dos I en mayúscula, no fueran alumnos nuestros, porque desde el ingreso ellos ya habían elegido el diseño industrial y nosotros éramos los profesores de lo que se había inaugurado como “diseño informacional”, concepto nuevo que costaba bastante explicar cuando se quería considerar en paralelo a lo que se hacía en otros lugares.
Cuando, en 1992, ya estaba en perspectiva mi regreso a Chile, habíamos estado abogando por buscar una nueva denominación para la especialidad, enfocados principalmente en el concepto de “comunicación visual” y esa fue la idea que representé en el encuentro de ICOGRADA que, a poco tiempo de mi retorno, organizó en Santiago la Universidad del Pacífico, sobre el problema de la educación en diseño donde, con José Korn, director de esa escuela en la época, logramos poner la bandera de Cuba en la testera. Como corolario de esa reunión se logró consensuar el apoyo de su nombre como candidato a la presidencia de ICOGRADA.
(CONTINUARÁ…)
