28 julio, 2021

Oda imprevista a Hugo Rivera (parte V y final)

Por Ivette Leyva García

Fotos: Cortesía del entrevistado. (*Las imágenes que acompañan este texto poseen, sobre todo, un valor testimonial.)

 

En 2019 se le otorgó la valiosa Medalla Haydée Santamaría, de Casa de las Américas, por su contribución al “enriquecimiento y defensa de la genuina cultura de América y el Caribe, y de su integración por las vías culturales”. ¿Qué opina del trabajo realizado por una institución tan singular, tan “nuestramericana”, como Casa?

―Efectivamente, esa condecoración que nos otorgó el Consejo de Estado de la República de Cuba a propuesta de la Casa de las Américas y que recibimos tres chilenos, entre los once americanos, debo confesar que me sorprendió y a la vez me produjo un especial orgullo, primeramente porque lleva el nombre de Haydée Santamaría, una figura de la Revolución que con esa notable institución demostró también su inteligencia y sus condiciones de fundadora, pero también mi orgullo se fortalece porque el primer pintor que la recibiera en 1989, justo 30 años antes, fue Mariano, quien, como un mentor, me abriera esta puerta grande para pensar América.

Como ya he contado, llegué a la Casa de las Américas en 1979 y tuve la oportunidad de conocer la lucidez de ese ser entrañable que fue Haydée, y ese lugar se transformó en mi casa, mi residencia cotidiana por más de una década.

En Casa con la “Nube Rosa”, obra de Amelia Peláez, a la cual doña Lilia Esteva, su dueña, así llamaba y que Hugo Rivera pudo reinterpretar serigrigráficamente.

En Casa con la “Nube Rosa”, obra de Amelia Peláez, a la cual doña Lilia Esteva, su dueña, así llamaba y que Hugo Rivera pudo reinterpretar serigrigráficamente.

 

 Debo decir que en esto fui muy afortunado, quizás otro “sortilegio”, porque comencé con una simple tarea de impresor serigráfico, lo que fue llevándome progresivamente a otras áreas y tareas de diferente complejidad, inicialmente al montaje de exposiciones, luego a formar parte del equipo curatorial de Artes Plásticas, como mano derecha de Lesbia Vent Dumois, su ágil, enérgica y creativa directora, con quien efectuamos un trabajo verdaderamente muy fructífero haciendo una infinidad de proyectos, entre los que me gustaría mencionar algunos que recuerdo muy especialmente:

Con Lesbia, una de las tantas cosas que nos conectó fue el común aprecio por las artesanías, resultado de lo cual fue una exposición que se tituló Manos Creadoras creadoras de la América Nuestra, para la que usamos en la museografía retratos fotográficos que hice a diferentes compañeras y trabajadores de la Casa, montándolos en soportes elípticos, que daban a cada uno de sus rostros una proporción algo menor que el tamaño natural, los que ubicados a una misma altura, como si estuvieran parados entre las piezas de artesanía, iban punteando la muestra como una metafórica interpelación al público. De esa experiencia nunca he podido olvidar la tipografía Typewriter que decidimos usar y me tocó rotular en el cartel y otros textos de la muestra; pero creo que lo más bello fue mostrar el vestuario de las indígenas guatemaltecas en un desfile con modelos profesionales como parte de las actividades.

También en la Galería Latinoamericana, otro trabajo notable que hicimos fue la exposición ludoteca que realizamos para el centenario de La Edad de Oro de José Martí, tomando de esa magnífica “…publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América” el título: “Un juego nuevo y otros viejos”. Para esa muestra reconstruimos en un formato significativo, mayor que el usado normalmente, 48 juegos, y hubo dos que fueron realmente extraordinarios, pintados sobre tela y de un tamaño equivalente a más de un metro cuadrado, los que se jugaban a muro con fichas magnéticas, uno fue Serpientes y escaleras, que realizó Lesbia, y el otro El juego de la oca, que pintó el maestro Carmelo González; pero nuestro orgullo mayor fue tener en la sala varios juegos de origen indígena, como el Patolli que, como sabrá, está presente en el códice Magliabechiano y otros anteriores.

Pero la que recuerdo quizás con más emoción, porque en ella trabajamos también con toda mi familia, incluidos nuestros hijos pequeños, fue la exposición que hicimos para celebrar los ochenta años de Nicolás Guillén. Usamos en ella sus poemas sobre países latinoamericanos fotografiados a gran tamaño y que dispusimos en los muros y con el conocido poema “El apellido”, igualmente a gran formato, adherido al tronco de un árbol “constructivista” como una representación simbólica del poeta en el centro del gran salón; esa instalación en el tercer piso se completaba con un mapa de América que Lesbia pintó copiando un modelo grabado y que colgamos desde el techo a modo de cielo raso, el que iba acompañado con otros elementos cartográficos del siglo XVI como los Eolos colgando frente a cuatro esquinas del árbol y dos monstruos marinos en el suelo pintados por Carmelo sobre planchas de acrílico. Hacia la testera, cerca de la única silla del salón, donde debía sentarse el homenajeado durante la ceremonia, había un enorme “barquito” de papel realizado en un doble pliego de papel de envolver, con una negra en la proa y “en la popa un español”, pinturas sobre cartón que nuestros hijos hicieron y que nosotros recortamos. Para la inauguración, preparamos varios centenares de barquitos de papel timbrados con la firma de Guillén, con los que llenamos el suelo del salón, de tal modo que el público para poder entrar debió irlos retirando y guardando como un recuerdo material del acto.

Inauguración de una exposición de artistas canadienses en la Galería Latinoamericana. En la foto, de izquierda a derecha, Greg Curnoe (expositor), Hugo Rivera, Fern Helfand (expositora) y Lesbia Vent Dumois.

Inauguración de una exposición de artistas canadienses en la Galería Latinoamericana. En la foto, de izquierda a derecha, Greg Curnoe (expositor), Hugo Rivera, Fern Helfand (expositora) y Lesbia Vent Dumois.

 

Fueron muchas las actividades en que participé, algunas bastante grandes y exigentes, como fueron los encuentros de intelectuales que se realizaron en el Palacio de las Convenciones e involucraron a todo el personal de la Casa y en los que me tocó cumplir tareas de protocolo, lo que me permitió estar muy cerca de las autoridades. Otras actividades fueron más específicas de nuestro departamento, como las exposiciones que he descrito, pero también algunos eventos grandes como el Tercer Coloquio Latinoamericano de Fotografía, o concursos que iniciamos en esos años, como fueron el Premio La Joven Estampa y el Premio de Ensayo fotográfico; también hubo algunos otros bastante especiales, como fue Ayer y hoy el tango, cuyo espectáculo se realizó en el Teatro Nacional, con un encuentro teórico-histórico que se realizó en el gran salón de la Casa; en esto último trabajé más bien junto a Mariano Rodríguez, en ese momento presidente de la Casa de las Américas, y luego de su éxito intercambiamos algunas ideas a propósito de lo que podría ser una segunda versión, para la que ya teníamos la propuesta de un título.

Debo reiterar solamente, para no seguir hablando interminablemente, que la Casa de las Américas es un notable centro de memoria, patrimonio y creación con profundos fundamentos martianos, basada en la idea de que los pueblos han de conocerse y reconocerse en sus culturas, venciendo esa tendencia a entendernos separados que ha sido siempre la de las fronteras políticas, que muchas veces tienden más a tensionar a nuestros pueblos que a unirlos.

¿Qué más puedo comentarle? la institución de 3ra. y G es, a mi entender, un hito que irradia su convicción martiana trabajando incansablemente por la cultura nuestra, que no puede sino ser entendida como una realidad múltiple. Como dijo Mario Benedetti en su discurso de agradecimiento cuando se le otorgó la recién instituida Medalla en el año ochenta y nueve, la Casa nos enseñó “a convivir, a comprender que la verdadera paz es la aceptación del otro”.

Medalla Haydée Santamaría que otorga el Consejo de Estado de Cuba y que fuera instituida a petición del Ministerio de Cultura y la Casa de las Américas. La han recibido Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Daniel Viglietti, Alfonso Sastre, Chico Buarque, entre otras destacadas personalidades.

Medalla Haydée Santamaría que otorga el Consejo de Estado de Cuba y que fuera instituida a petición del Ministerio de Cultura y la Casa de las Américas. La han recibido Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Daniel Viglietti, Alfonso Sastre, Chico Buarque, entre otras destacadas personalidades.

 

Después de su regreso a Chile en 1992, ¿cuántas veces ha estado a Cuba? ¿Qué ha sentido en esos reencuentros con el pasado? ¿Qué significó la estancia de casi una década en nuestro país?

―Muchas veces me han preguntado esto mismo y, no sé exactamente por qué, las primeras veces dudaba, algo confundido al pensar que eran más de los que verdaderamente he realizado, pero ahora que me pone esta pregunta tengo muy claro que han sido solo tres. Es posible que la intensidad de esas visitas me haya impulsado a pensar que fueron más.

La primera vez, fue para el 15 aniversario de la ONDi y debo confesar que tuve un impacto emotivo muy grande, por la acogida, obviamente, y por los múltiples reencuentros, pero también porque la ciudad me pareció algo cambiada, estaba evidentemente menos iluminada y esa penumbra me impactó mucho pero, curiosamente, me dio también alguna sorpresa, como una vez que ya había caído la tarde en El Vedado y yo debía volver a un hotel en la colina y, cuando caminaba a paso largo por G hacia Línea y era casi de noche, entonces percibo que un poco más adelante, como emboscada, hay una pareja sentada en la penumbra y, justo cuando voy pasando frente a ellos, el muchacho se incorpora sorpresivamente y viene hacia mí, afortunadamente mencionando mi nombre, y logro reconocerlo en la penumbra, era un exalumno del ISDi que se acercó a saludarme muy contento de verme, cruzamos unas palabras que no alcanzaron exactamente para ponernos al día, pero tenía que seguir mi camino y él volver a su pareja en la intimidad de la sombra protectora.

De ese primer viaje conservo un lápiz portaminas con el que normalmente trabajo marcando mis lecturas, es un KOH-I-NOOR metálico de color ocre que Marcial tenía sobre su escritorio y a propósito del cual comenzamos a conversar, porque justamente antes de salir de Santiago, me había comprado un estupendo 07 Faber de color verde inglés, especial para escribir, dotado de un mecanismo de amortiguación muy sofisticado en su punta trazadora. Esa conversación acerca de los instrumentos de escritura y dibujo concluyó finalmente con el ceremonial de un intercambio que ha prolongado su presencia permanente en mis quehaceres.

La segunda vez que volví fue para un encuentro de revistas que organizó la Casa de las Américas y a la que Roberto Fernández Retamar me invitó, estando en Santiago, al enterarse de que habíamos comenzado a editar una revista en la Escuela de Arquitectura de la Universidad ARCIS, de la que yo era su editor gráfico. Pero esa vez fuimos junto con mi esposa y una pareja de amigos, aprovechando para hacer un poco de turismo que nos llevó hasta Trinidad. En esa oportunidad casi no vimos gente de diseño, pero sí muchos amigos arquitectos, los que numerosamente nos recibieron y aún más numerosamente nos despidieron, donde, por cierto, los representantes de diseño fueron mis dos amigos Pepe.

De la tercera vez ya he contado algo, fue a fines de 2001 ―han pasado muchos años ya―, la Casa me había invitado como jurado al Premio La Joven Estampa y tuve que hacer el discurso para la instalación del jurado que, tradicionalmente, inaugura el evento con su trabajo; el discurso se publicó en la revista Casa N° 226 y también me tocó instalar una obra mía en el marco de la exposición.

Vivimos en total diecisiete años de exilio, catorce de ellos fueron entre ustedes, el que fue buen tiempo para una asimilación que era exactamente lo que esperábamos al vivir allá.

Pero el tiempo es un fluir, no cabe duda, de ahí eso de que “nuestras vidas son los ríos” en las coplas de Manriquez y la convicción de que nunca podemos retornar al pasado en un sentido absoluto, algo que experimentamos patentemente y con cierta violencia cuando volvimos a Chile, donde lo único que en un primer momento nos resultaba familiar era el olor del Metro de Santiago, porque los carros eran franceses. Llegar a reconocer otras cosas fue un proceso bastante lento, esta sociedad había cambiado más de lo que pensábamos, el individualismo había entrado a dominarla, la competitividad estaba estimada como un valor y la sospecha había permeado a casi todo.

Creo que esa imposibilidad de volver al pasado en un sentido absoluto está determinada también por que nosotros ya no somos los mismos, también hemos cambiado.

Cuando piensa en Cuba, ¿qué es lo primero que le viene a la mente? Una palabra, una persona, la imagen de algún lugar, una sensación…

―Lo que siempre me viene primero a la mente son las dos instituciones de las que ya he hablado largamente y donde trabajé durante mis catorce años cubanos, ellas son las que me otorgan un enorme caudal de imágenes que van alimentando siempre mis recuerdos, de los que me resulta muy difícil seleccionar o discriminar.

Estuve once años en la Casa de las Américas y comencé en el ISDi compartiendo el tiempo con ella, manteniéndome trabajando en ambos lugares hasta que, después de un viaje a Chile en 1989 y de verificar que era posible cambiar el pasaporte y retornar, decidimos volver definitivamente, aunque sin tener gran certeza de cuándo sería. En 1990 resuelvo que en ese último tiempo en Cuba debía concentrarme en la docencia y dejé la Casa de las Américas, algo que me resultó muy contradictorio y en cierto modo doloroso; pero me fui al Instituto a tiempo completo, o quizás debería mejor decir al sistema liderado por la ONDi, preparando con calma el retorno; pero resulta que, a inicios del noventa y dos, mi suegra, que estaba en Chile, enfermó gravemente y mi esposa tuvo que partir urgentemente con nuestro hijo menor, lo que en cierto modo precipitó nuestro retorno y, en un plazo de diez meses, yo ya estaba en Chile.

grabador y profesor Hugo Rivera

Hugo Rivera Scott.

 

Mis recuerdos, por lo que he dicho, se radican principalmente en La Habana, aunque también los tengo de Alamar, el lugar donde vivimos todo ese tiempo y de sus alrededores, de las playas del Este y del vecino pueblo de Cojímar. Antes de saber siquiera que alguna vez estaríamos allí, yo había registrado ya ese nombre por el famoso relato inverso de Alejo Carpentier que es Volver a la semilla, cuya motivación, según leí alguna vez, salió de allí, pero también por esa otra narración formidable que es El viejo y el mar, con película incluida y el rostro de Spencer Tracy en un primerísimo primer plano. Pero resulta que después de vivir allá, esa caleta para nosotros cambió su rostro, el que fue reemplazado por el del fotógrafo Raúl Corrales, a quien visitábamos corrientemente y se asoció también al recuerdo sabroso de un maravilloso pulpo que preparaba su esposa.

En el resto de la Isla nos movimos muy poco, sin embargo, como dije antes, por obra de las circunstancias fui varias veces a Holguín, donde llevé exposiciones de la Casa, la primera fue de libros y carteles para preparar la llegada de los jurados que debían concentrarse allí para realizar su trabajo, luego fueron exposiciones de grabado de la Colección Arte de Nuestra América. En esos viajes coincidí y conocí también a mucha gente, como la doctora Adelaida de Juan, que me condujo a dirigir unas tesistas de la Universidad de La Habana en un trabajo sobre fotografía; a la poetisa Carilda Oliver Labra, que me impresionó con sus historias en las que también apareció Neruda; a Cleva Solís, con quien fuimos compañeros de asiento en un vuelo conversando entretenidamente de vuelta a La Habana, y con artistas visuales como Flora Fong, José Bedia, Francisco Elso, Nelson Domínguez, Cosme Proenza y varios más.

Supongo, luego de releer su pregunta, que la expectativa era más bien de respuestas concisas, posiblemente rápidas y de asociación inmediata, pero no estoy frente a una grabadora y no puedo evitar las digresiones memoriosas que he preferido no limitar.

Por eso mismo y para cerrar, trataré de ser más preciso en cuanto a la “sensación” que usted me solicita.

El sentimiento que tengo de nuestra vida en Cuba es el de haber vivido un tiempo bastante pleno, que quizás sea lo más cercano a la felicidad.